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Durante el conflicto armado en El Salvador (1980-1992), más de 75 mil personas perdieron la vida o se vieron afectadas por las atrocidades de la guerra, y cerca de 10 mil de ellas sufrieron desapariciones forzadas.
Durante este periodo, miles de familias enfrentaron el dolor de descubrir, de un día para otro, que un ser querido había desaparecido sin dejar rastro.
La violencia fue constante, afectando principalmente a la población civil, que quedó atrapada entre los cuerpos de seguridad del Estado y las fuerzas de las organizaciones de guerrilla.
Y las consecuencias fueron devastadoras: miles de vidas perdidas, violaciones de derechos humanos, ejecuciones, torturas, desplazamientos y, una de las más dolorosas, las desapariciones forzadas.
La desaparición forzada fue, en general, una práctica sistemática e institucionalizada, llevada a cabo principalmente por el Estado como estrategia de violencia política para perseguir a quienes eran considerados enemigos internos.
Por su parte, la guerrilla también recurrió a esta táctica contra aquellos que consideraba sus oponentes.
Puntualmente, las desapariciones forzadas de adultos comenzaron, en la década de los años 70, incluso antes del conflicto armado propiamente reconocido.
Fueron particularmente dirigidas hacia activistas de derechos humanos, miembros de organizaciones cristianas, sociales y políticas; así como a cualquier persona sospechosa de apoyar a la guerrilla.
Muchos de esos hombres y mujeres fueron capturados, torturados y asesinados. Sus cuerpos, con frecuencia, nunca se recuperaron, fueron enterrados en fosas comunes o arrojados en ríos y al mar.
Por otro lado, las desapariciones forzadas de niñas y niños ocurrieron principalmente durante las operaciones militares contrainsurgentes, conocidas como “operativos de tierra arrasada”, en las zonas rurales.
La niñez que sobrevivía a estos ataques era llevada a bases militares u orfanatos, y sus familias no podían encontrarlos. Algunos de ellas y ellos fueron adoptados por familias extranjeras, principalmente en Estados Unidos, Francia e Italia.
En consecuencia, para muchas de estas familias, la esperanza de reencontrar a sus hijos e hijas aún sigue viva; pero también siguen con la angustia de no saber qué ocurrió.
Este dolor nos afecta a todas y todos como país. Pues, aunque el conflicto terminó hace más de tres décadas, las secuelas de las desapariciones forzadas siguen presentes.
Durante el conflicto armado en El Salvador (1980-1992), más de 75 mil personas perdieron la vida o se vieron afectadas por las atrocidades de la guerra, y cerca de 10 mil de ellas sufrieron desapariciones forzadas.
Durante este periodo, miles de familias enfrentaron el dolor de descubrir, de un día para otro, que un ser querido había desaparecido sin dejar rastro.
La violencia fue constante, afectando principalmente a la población civil, que quedó atrapada entre los cuerpos de seguridad del Estado y las fuerzas de las organizaciones de guerrilla.
Y las consecuencias fueron devastadoras: miles de vidas perdidas, violaciones de derechos humanos, ejecuciones, torturas, desplazamientos y, una de las más dolorosas, las desapariciones forzadas.
La desaparición forzada fue, en general, una práctica sistemática e institucionalizada, llevada a cabo principalmente por el Estado como estrategia de violencia política para perseguir a quienes eran considerados enemigos internos.
Por su parte, la guerrilla también recurrió a esta táctica contra aquellos que consideraba sus oponentes.
Puntualmente, las desapariciones forzadas de adultos comenzaron, en la década de los años 70, incluso antes del conflicto armado propiamente reconocido.
Fueron particularmente dirigidas hacia activistas de derechos humanos, miembros de organizaciones cristianas, sociales y políticas; así como a cualquier persona sospechosa de apoyar a la guerrilla.
Muchos de esos hombres y mujeres fueron capturados, torturados y asesinados. Sus cuerpos, con frecuencia, nunca se recuperaron, fueron enterrados en fosas comunes o arrojados en ríos y al mar.
Por otro lado, las desapariciones forzadas de niñas y niños ocurrieron principalmente durante las operaciones militares contrainsurgentes, conocidas como “operativos de tierra arrasada”, en las zonas rurales.
La niñez que sobrevivía a estos ataques era llevada a bases militares u orfanatos, y sus familias no podían encontrarlos. Algunos de ellas y ellos fueron adoptados por familias extranjeras, principalmente en Estados Unidos, Francia e Italia.
En consecuencia, para muchas de estas familias, la esperanza de reencontrar a sus hijos e hijas aún sigue viva; pero también siguen con la angustia de no saber qué ocurrió.
Este dolor nos afecta a todas y todos como país. Pues, aunque el conflicto terminó hace más de tres décadas, las secuelas de las desapariciones forzadas siguen presentes.